Y, de repente, todo se acelera. La Historia, como la vida, es helicoidal.
Dos y media de la tarde. Ayer nació mi hijo. He pasado la noche en vela. Suena el teléfono. Es mi mujer, que llama desde la Jiménez Díaz, donde están analizando la sangre del niño, y me dice:
-Pon la tele. Esperanza dimite...
Lo hago. Es verdad. Me quedo estupefacto, turulato, grogui. Vuelve a sonar el teléfono. Es un amigo, cónsul de España en Sidney. Llama desde allí, para otras cosas. Le pongo al tanto. Se queda tan atónito como yo. "Llámame más tarde", le digo. "Está dando una rueda de prensa".
Así es. Los ojos de la Presi lagrimean. Los míos, casi casi... Otra vez el teléfono. Es mi hija Ayanta:
-Papá, Esperanza...
-Ya sé, ya sé. Hablamos luego.
Baeta me llama:
-El periódico te necesita.
-No puedo. Estoy sin dormir. Mi hijo...
-Además de escritor, eres periodista.
Tocado.
Añade:
-Vives al lado de Esperanza, la conoces desde hace muchos años.
Es cierto. Coincidíamos a veces en los toros, allá arribota, en lo más barato, y luego, un buen día, bueno de verdad, vino a una conferencia que yo daba en el Club Financiero, bajo la batuta de Pedro Schwartz.
Ese día descubrimos que vivíamos pared con pared y volvimos juntos a nuestros domicilios en un taxi o quizá en su cochecillo utilitario. Fue el comienzo de una larga amistad.
No sólo. Los dos éramos liberales, y lo seguimos siendo, en un país donde tal especie es rara. Cosas que unen.
A veces, en los años sucesivos, me la encontraba por la calle, frente a El Maño o El Palentino, o al doblar una esquina... Venía del Ayuntamiento, donde ya era concejala, y lo hacía siempre a pie, vestida de trapillo, con la llaneza que todos le conocemos. Muy mezquino hay que ser para negarle tal virtud, entra otras muchas.
Veinticuatro horas antes de que la nombraran ministra de Educación en la primera legislatura de Aznar volví a encontrarla, a eso de las ocho de la tarde, en la esquina de Pez. Le pregunté, porque se rumoreaba, si iba a ser miembro del gobierno. Me dijo:
-No tengo ni idea. Sólo sé que me han llamado de Génova para pedirme que mañana esté en casa y coja el teléfono.
Era viernes. Al día siguiente no trabajaba. El teléfono sonó.
Y el mío, ahora, vuelve a hacerlo, insistente. Un amigo tras otro, de relumbrón, algunos de ellos, y otros de a pie...
-¿Te has enterado de que...?
-Sí, sí. Hablamos luego. Perdona.
Estado de 'shock'. No es para menos. Se va, en uno de los momentos más difíciles de nuestra historia, la mejor cabeza política de España, la más coherente, la más valiente, la única, quizá, que de no haber sido acorralada por los suyos podría haber evitado o mitigado lo que ahora sucede y poner coto al monumental entuerto que se avecina.
Juro que no lo digo por amistad, aunque se la profese, sino por convicción: la del título del libro de Ángel González al que hoy parafraseo en el encabezamiento de este artículo escrito a vuelapluma, a vuela asombro, a vuela orfandad, a 'bon jour', 'tristesse': la de que Espe se nos vaya, la de que el último asidero se rompa en añicos...
Podía, al menos, qué caramba, haber tomado tan dura decisión cuarenta y ocho horas antes: las necesarias para estar en Nimes, junto a su amigo Vargas Llosa, el día en que José Tomás ganó el Nobel de la tauromaquia. El próximo año la veremos por allí.
No voy a caer ahora en la trampa de los análisis políticos, de las hipótesis, de las cábalas, de los porqués... Otros lo harán.
Llevo nueve años en Telemadrid: Las Noches Blancas, Diario de la Noche... Ni una sola vez -ni una sola vez, digo, y con eso desmiento las mentiras de muchos- he recibido ni la más mínima indicación sobre el contenido o los invitados de mis programas.
Libertad... Hoy escribo tu nombre. Es el de Esperanza Aguirre. Ve con los tuyos y con Dios, vecinita. Disfruta de los toros, del golf y de tus nietos. Te lo has ganado. ¿Cuándo nos tomamos unas cañas en El Palentino?
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